Evelyn Sánchez Académica Escuela de Nutrición y Dietética Universidad de Las Américas
En las últimas semanas ha surgido una creciente preocupación en torno al uso de stevia falsificada que estaría siendo comercializada en productos etiquetados como naturales o libres de azúcar. Esta polémica ha reabierto el debate sobre qué es mejor para la salud: ¿edulcorantes o azúcar? Pero, estamos haciendo la pregunta incorrecta. La verdadera interrogante no debería ser con qué endulzamos, sino por qué seguimos necesitando endulzar tanto.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha sido clara en sus recomendaciones: ni el azúcar ni los edulcorantes no nutritivos, incluidos los “naturales” como la stevia, deben considerarse soluciones sostenibles para una alimentación saludable. De hecho, la OMS sugiere reducir el umbral de dulzor de la población, es decir, reeducar nuestro paladar para que deje de necesitar sabores tan intensamente dulces.
La adicción al dulzor ya sea por azúcar o por edulcorantes, perpetúa una relación poco sana con los alimentos y dificulta la transición hacia patrones alimentarios naturales y equilibrados. A esto se suma la falta de regulación en la calidad y origen de muchos productos comercializados como “stevia”, lo que representa un riesgo adicional para los consumidores, especialmente cuando se sustituyen compuestos sin evidencia de seguridad o eficacia.
Existen diversos estudios científicos que establecen que el exceso de azúcar está directamente relacionado con la obesidad, enfermedades crónicas como la diabetes tipo 2 y patologías cardiovasculares. Pero reemplazarla por edulcorantes no es necesariamente una solución, en efecto, varios informes muestran que su uso prolongado puede alterar el microbiota intestinal, mantener el deseo por lo dulce y, en algunos casos, asociarse con disrupciones metabólicas a largo plazo.
Lo que realmente necesitamos es un cambio cultural profundo que promueva el consumo de alimentos frescos, menos procesados, con sabores auténticos y recuperar el gusto por lo natural.
La solución, entonces, no está en cambiar un endulzante por otro, sino en cuestionar por qué necesitamos un nivel tal alto de dulzor en cada comida. Como país, debemos avanzar en políticas que eduquen, regulen y acompañen este proceso de transición hacia una alimentación más consciente y natural.