Javier Maruri Vargas
Académico Nutrición y Dietética
Universidad Andrés Bello
La reciente declaración de Donald Trump sobre un posible regreso de Coca-Cola a su fórmula original con azúcar de caña no es solo anecdótica. Es una jugada cuidadosamente pensada, que activa símbolos culturales, económicos y también nutricionales. Para muchos, el azúcar de caña representa una idea de lo auténtico, de lo “natural”, mientras que el jarabe de maíz —ampliamente usado en Estados Unidos— arrastra una imagen negativa, asociada a la sobreindustrialización de la alimentación.
Pero más allá de ese relato simbólico, la pregunta relevante es si realmente hay una diferencia en términos de salud entre ambos ingredientes. Desde la bioquímica, ambos entregan glucosa y fructosa: equivalentes en aporte calórico y en su impacto metabólico. El cuerpo humano no distingue si esas moléculas vienen de un cultivo de caña en América Latina o de maíz subsidiado en el medio oeste estadounidense. Puede haber ligeras variaciones en su absorción, pero ninguna con implicancia significativa para la salud pública. Si bien algunos estudios han sugerido que el jarabe de maíz de alta fructosa, por su mayor proporción de fructosa libre, podría tener un efecto más marcado en la lipogénesis hepática o la resistencia a la insulina, estas diferencias son marginales frente al impacto global del exceso de azúcar en la dieta.
Lo que sí importa, y mucho, es la cantidad. Ese debería ser el eje del debate. Cambiar un tipo de azúcar por otro no corrige el exceso de azúcares añadidos que domina buena parte de la oferta de alimentos ultraprocesados. El riesgo metabólico persiste. Y lo más preocupante: este tipo de estrategias de marketing puede generar una falsa sensación de seguridad, reforzando la idea errónea de que existen azúcares “buenos” y “malos”. El verdadero problema no es su origen, es su abundancia.
En la última década, la evidencia ha sido concluyente: el consumo habitual de bebidas azucaradas se asocia con mayor riesgo de obesidad, diabetes tipo 2, enfermedad cardiovascular y síndrome metabólico. A diferencia de los alimentos sólidos, estas bebidas no generan saciedad, interfieren con la autorregulación del apetito y favorecen la ganancia de peso. El daño empieza temprano: hay una relación directa entre el consumo infantil de estas bebidas y el desarrollo posterior de enfermedades crónicas. En Chile, por ejemplo, se estima que más del 65% de los escolares consume bebidas azucaradas al menos una vez por semana, y que estas representan una fuente significativa de azúcares añadidos en su dieta. A ello se suma un aumento en la incidencia de caries, especialmente en grupos vulnerables. Las consecuencias no son anecdóticas: a nivel poblacional, reducir su consumo puede significar ahorros sanitarios significativos y una mejora en la calidad de vida.
Por supuesto, el debate tiene también una arista política. El uso de jarabe de maíz en Estados Unidos no es solo una decisión técnica o económica: es el resultado de décadas de subsidios agrícolas. Hablar de azúcar de caña es también hablar de identidad nacional, de relaciones comerciales, de qué se considera “americano” y qué no. En ese contexto, el anuncio de Trump no es nutricional: es ideológico. Como suele ocurrir con la alimentación, lo que se sirve en la mesa está cargado de historia, poder y símbolos.
Desde la nutrición, no se puede avalar ni rechazar este cambio por sí solo. Modificar un ingrediente no resuelve el problema de fondo. En lugar de aplaudir el retorno de una fórmula “original”, deberíamos aprovechar la atención mediática para profundizar una conversación seria sobre el impacto de las bebidas azucaradas en la salud colectiva. No es cuestión de nostalgia, sino de responsabilidad. Porque si seguimos disfrazando el debate con etiquetas más amables, el resultado será el mismo: más azúcar, con distinto apellido.