El odio, esa emoción corrosiva que disfraza de certeza nuestras inseguridades, está ocupando un lugar central en la vida social. En distintos rincones del mundo, y también en nuestro país, se alza como un lenguaje común: divide, simplifica, deshumaniza. El odio nace cuando dejamos de reconocer al otro como semejante, cuando su diferencia se convierte en amenaza y no en posibilidad. Desde la filosofía y las ciencias sociales se nos recuerda que el odio no es solo una emoción individual, sino una construcción política, cultural y epistémica: una forma de negar la legitimidad del otro y de romper los lazos que nos sostienen como comunidad.
A lo largo de la historia, el odio ha sido un instrumento de poder. Se alimenta del miedo, se viste de ideología y se reproduce en los discursos que necesitan enemigos para sostenerse. Lo utilizan los extremismos religiosos y políticos, y también las redes criminales que gobiernan territorios desde el terror. En todos los casos, el mecanismo es el mismo: despojar al otro de humanidad, generar desconfianza, sembrar división.
Pero el odio no solo enferma a las sociedades. También enferma los cuerpos. La exposición constante a la violencia simbólica, al miedo y a la hostilidad deteriora la salud mental y física, debilita los lazos afectivos y erosiona la confianza que hace posible la convivencia. Vivir en una sociedad polarizada tiene efectos medibles en la salud de las personas: más ansiedad, más estrés, más enfermedades psicosomáticas.
Frente a ello, la salida no es ingenua, pero sí posible. Requiere reeducar el corazón y la razón, recuperar la empatía como principio de humanidad y el diálogo como herramienta de encuentro. La salud colectiva depende de nuestra capacidad para sanar los vínculos rotos, de reconocer que la diferencia no es una amenaza, sino la esencia misma de la vida en comunidad.
Superar el odio no implica olvidar las diferencias, los conflictos y las injusticias, ni renunciar a la crítica; implica transformarlas en compromiso y capacidad de aprendizaje y cambio. Porque solo en una sociedad capaz de cuidar y de reconocer al otro podremos aspirar, verdaderamente, a la salud, esa forma plena de vivir con los demás y no contra ellos.
Osvaldo Artaza Decano Facultad de Salud y Ciencias Sociales Universidad de Las Américas






















