Los últimos acontecimientos de violencia sucedidos en el fútbol volvieron a poner sobre la mesa un fenómeno que se ha instalado con fuerza en la sociedad chilena: la presencia de menores de edad en barras bravas. ¿Qué hay detrás de esta adhesión tan intensa? ¿por qué estos espacios se vuelven tan significativos para jóvenes y adolescentes?
Para Gerardo Riffo, Director de la Carrera de Psicología de Universidad de Las Américas, las barras bravas representan algo más que una manifestación de fanatismo deportivo. “Algunos adolescentes encuentran en estos grupos una forma de sentirse incluidos, teniendo presente que, en muchos espacios, esto es negado. Se trata de una identidad compartida que genera vínculos, lealtad y camaradería”, explica.
La participación responde también a la necesidad de formar parte de algo más grande, de integrarse a una comunidad con códigos, símbolos y una causa común. Según el académico de UDLA, esta pertenencia tiene un componente emocional profundo. “Para muchos jóvenes, ser parte de una barra brava es una oportunidad de demostrar la pasión y el amor que sienten por su club. Allí encuentran apoyo emocional y reconocimiento. Es un espacio donde sienten que importan, que son considerados”.
Sin embargo, Riffo advierte que el precio psicológico de esa pertenencia puede ser alto. La normalización de la violencia, la presión de grupo y la disolución de la responsabilidad individual, son riesgos que pueden generar en dificultades emocionales significativas. “En las barras se promueve una antipatía hacia el otro, lo que deriva en actos de agresividad. Además, se produce un fenómeno de masas que desinhibe conductas y bloquea normas sociales y morales, legitimando la violencia como una forma válida de resolver conflictos”.
A largo plazo, participar activamente en entornos violentos puede tener consecuencias graves: desde impulsividad, baja tolerancia a la frustración y dificultad para la empatía, hasta un mayor riesgo de síntomas depresivos, ansiedad y consumo problemático de sustancias.
En este contexto, el rol de la familia y el entorno cercano es clave. “La familia es el primer lugar donde se gestan relaciones afectivas estables. Cuando esto no existe, los adolescentes buscan ese espacio en otros entornos”, plantea Riffo. Por eso, recomienda fomentar un pensamiento crítico en los jóvenes, desde el afecto y el interés real por sus motivaciones, evitando los enfoques meramente sancionadores.
También es fundamental atender a señales de alerta: cambios en la conducta, aumento de la agresividad, aislamiento, uso de lenguaje o símbolos propios de las barras y presencia de objetos de riesgo. Frente a esto, el especialista insiste en que la respuesta no debe ser exclusivamente punitiva. “No basta con sacar a un joven de una barra. Se le debe ofrecer un nido de contención similar en términos de pertenencia e identidad, pero que sea protector y constructivo”.
Desde una perspectiva comunitaria y preventiva, Riffo destaca la necesidad de crear instancias culturales, deportivas y sociales significativas, y mejorar el acceso a servicios de salud mental, especialmente en sectores vulnerables. “La solución no está solo en castigar o estigmatizar. Necesitamos ofrecer alternativas reales de participación, contención y desarrollo”.