• Por Carola Pía Naranjo Inostroza. Psicóloga, antropóloga y consultora en bienestar organizacional

“No me alcanza la vida”, “ya no me da la cabeza”, “me explota el cuerpo” … Son frases que se repiten con una mezcla de resignación y cansancio en oficinas públicas, hospitales, municipios y escuelas. No provienen de discursos teóricos, sino de voces reales: las de quienes, con compromiso y muchas veces sin recursos suficientes, sostienen el trabajo del Estado en condiciones cada vez más adversas. Y no, no se trata solo de burnout, ni mucho menos de licencias médicas fraudulentas. Se trata de un malestar profundo, estructural y persistente que afecta la salud mental de miles de funcionarios y funcionarias públicas.

El reciente escándalo de las más de 25.000 licencias médicas con viajes al extranjero, muchas de ellas asociadas a diagnósticos de salud mental, ha encendido las alarmas públicas y mediáticas. La indignación es comprensible: hablamos de un uso indebido de recursos fiscales y de una posible banalización de diagnósticos que muchas personas viven con profundo sufrimiento.

Pero este fenómeno, real y condenable, no puede transformarse en una excusa para deslegitimar el dolor legítimo de quienes ejercen su trabajo con dignidad y vocación en el sector público.

Porque mientras una minoría abusa del sistema, una mayoría muchas veces invisibilizada cumple funciones esenciales con alta carga emocional, exceso de tareas, bajo reconocimiento y escaso apoyo institucional. Y lo hace, muchas veces, a costa de su salud física, mental y relacional.

Según cifras de la Superintendencia de Seguridad Social, en 2023 más del 27% de las licencias médicas laborales se debieron a trastornos de salud mental, consolidando una tendencia que lleva años en alza. En el sector público, los servicios de salud, educación y municipios encabezan las tasas de ausentismo por causas psíquicas, con consecuencias que van desde la sobrecarga de los equipos hasta el deterioro del vínculo con la ciudadanía.

Pero el problema no es solo de cantidad: es de sentido. Porque si algo hemos aprendido acompañando procesos organizacionales en distintas instituciones del Estado, es que el malestar no siempre se expresa como enfermedad, y tampoco puede resolverse con pausas activas o talleres de mindfulness al mediodía.

Hay un cansancio que es estructural, organizacional, cultural. Que nace cuando las personas sienten que el sistema las arrastra, que lo que hacen no alcanza, que no hay espacio para el error, que la violencia está normalizada, que los equipos están fracturados y que la exigencia de resultados se impone al cuidado mutuo. Y aquí es donde necesitamos un cambio de paradigma.

De la psicologización individual al cuidado institucional

Durante mucho tiempo, la respuesta ha sido individualizante: se ofrece contención emocional, atención psicológica o estrategias de autocuidado. Pero, como plantea Marie-France Hirigoyen, el sufrimiento en el trabajo no puede ser interpretado solo como una fragilidad personal: muchas veces es un síntoma de patologías organizacionales.

El enfoque contemporáneo en salud mental laboral, desde la perspectiva psicosocial y del derecho al trabajo decente, propone mirar más allá de los individuos y focalizarse en las condiciones que están enfermando a las personas: liderazgos autoritarios, estructuras jerárquicas verticales, relaciones tóxicas normalizadas, falta de reconocimiento, ausencia de participación significativa.

Este giro es coherente con los principios del Convenio 190 de la OIT, que Chile ratificó en 2022, y que señala con claridad que la violencia y el acoso en el mundo del trabajo son violaciones a los derechos humanos y amenazas a la salud.

¿Y si el Estado diera el ejemplo?

En el marco de la reciente Ley N° 21.643, conocida como Ley Karin, se ha abierto una oportunidad inédita para repensar la salud mental en el trabajo, especialmente en las instituciones públicas. Esta ley no sólo obliga a contar con protocolos y canales de denuncia; exige también una mirada preventiva, educativa y transformadora.

No es un check list. Es una invitación a reconstruir las relaciones laborales desde el respeto, la empatía y la justicia organizacional. Desde ahí, el bienestar deja de ser un asunto de “motivación personal” y se convierte en una responsabilidad colectiva e institucional.

Implementar este enfoque no es fácil. Requiere liderazgo consciente, formación especializada, voluntad de cambio y recursos. Pero también requiere de algo que escasea: valentía institucional para mirar el malestar sin maquillarlo.

Cuidar al que cuida

Chile necesita avanzar hacia modelos de gestión pública centrados en el bienestar y la dignidad de sus trabajadores y trabajadoras. Porque si el Estado es el principal empleador del país, entonces también debe ser un referente en cuidado organizacional. Y porque cuidar a quienes cuidan no es un gesto de buena voluntad: es un imperativo ético, político y democrático.

Ya no basta con apagar incendios ni con aplicar parches. Lo que urge hoy es construir culturas institucionales sanas, donde las personas puedan hacer su trabajo sin dejarse la vida en el intento.

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