Por María José Millán Monares, Psicóloga clínica, Académica Universidad Andrés Bello

Más allá de causas individuales, los factores que detonan la ansiedad en Chile están profundamente enraizados en nuestro entorno social. La presión por sostener una vida digna en medio de la inestabilidad laboral, el alza del costo de la vida y la desigualdad generan un estrés crónico y sostenido. A ello se suma un modelo que exige productividad constante y que normaliza jornadas extenuantes, tanto en el trabajo como en el estudio, muchas veces sin espacios de contención emocional ni vínculos afectivos sólidos que permitan sostener las exigencias del día a día.

Además, vivimos en una cultura hiperconectada, pero profundamente desconectada emocionalmente. Las redes sociales, lejos de facilitar relaciones nutritivas, muchas veces alimentan la comparación permanente, la presión por “estar bien” y la idea de que el éxito debe ser visible y constante. Esta búsqueda de validación externa refuerza la ansiedad al instalar un estándar imposible de cumplir y perpetuar la sensación de no estar nunca a la altura.

Desde esta perspectiva, la ansiedad ya no puede ser entendida solo como una dificultad individual: es un tema urgente de salud pública. Afecta el bienestar físico, la calidad de las relaciones, el desempeño laboral y la posibilidad de construir proyectos vitales sostenibles. Desborda la consulta psicológica: está presente en las salas de clases, en las oficinas, en las casas, muchas veces silenciada bajo el nombre de “estrés normal”.
En este contexto, los factores sociales y estructurales deben ser parte de cualquier abordaje serio. La pobreza, la inseguridad económica y la precariedad laboral no solo generan malestar económico, sino también un estado de alerta constante que predispone a la ansiedad. Cuando no se puede planificar el mes siguiente, pagar una consulta médica o garantizar el bienestar de los hijos, la angustia deja de ser una reacción aislada y se convierte en una condición de vida.

Entre quienes la padecen, las personas entre 30 y 39 años —especialmente las mujeres— son las más afectadas. Este grupo se encuentra en una etapa de alta demanda vital: consolidación profesional, crianza, decisiones clave para el futuro. La carga emocional, organizacional y afectiva recae de forma desigual sobre muchas mujeres, quienes, además de trabajar, gestionan el hogar, los hijos y muchas veces cuidan a otros miembros de la familia. El costo de esta exigencia sostenida es la ansiedad, la culpa y el agotamiento, vividos muchas veces en silencio.

Es importante entender que la ansiedad no solo se gesta en la vida personal, sino también en el entorno colectivo. La contaminación ambiental, por ejemplo, no solo afecta el cuerpo, también deteriora la calidad de vida y genera preocupación constante. En ciudades con alta polución, la sensación de encierro, el mal dormir y la preocupación por la salud de los hijos actúan como disparadores de ansiedad.

Por otro lado, la exposición constante a crisis internacionales —guerras, catástrofes, conflictos geopolíticos— genera una ansiedad difusa, pero real. La llamada “ecoansiedad” o el miedo al futuro del planeta, así como la sobreexposición a noticias violentas, alimentan un clima de inseguridad. En personas sensibles, o ya sobrepasadas por sus circunstancias personales, estos estímulos globales pueden exacerbar profundamente sus síntomas.

Se trata en definitiva de un síntoma de una sociedad que no ha sabido cuidar sus vínculos ni respetar sus propios ritmos. Es la expresión de cuerpos y mentes que no pueden seguir sosteniendo cargas desmedidas sin descanso, sin ayuda y sin contacto humano verdadero.
La falta de acceso real a servicios de salud mental es una trampa silenciosa. Aunque se ha avanzado en visibilizar la importancia del bienestar psicológico, muchas personas aún no acceden a atención profesional por barreras económicas, falta de cobertura o por el estigma asociado a pedir ayuda. El abordaje de esta crisis debe ser integral: acceso universal y oportuno a salud mental, políticas públicas que regulen la sobreexigencia laboral y académica, promoción de comunidades afectivas, y espacios que devuelvan sentido a la vida cotidiana. Porque la salud mental no se trata sólo de “aguantar más”, sino de tener a quién llamar cuando ya no se puede más.

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