José Pedro Hernández Historiador y académico Facultad de Educación Universidad de Las Américas
El 5 de septiembre de 1938, la democracia chilena vivió uno de sus episodios más oscuros. Lo que comenzó como un intento de golpe de Estado por parte de jóvenes del Movimiento Nacional Socialista, terminó en una masacre que aún hoy conmueve a la nación. La toma del Seguro Obrero, símbolo de protección social, se transformó en escenario de muerte y horror, dejando una profunda herida en la memoria colectiva.
La polarización política, la creciente influencia de ideologías totalitarias y la ambición de poder fueron el caldo de cultivo de esta tragedia. Los jóvenes, enceguecidos por promesas de un futuro mejor, se vieron envueltos en una trama que los superaba, convirtiéndose en víctimas de la violencia que ellos mismos buscaban imponer.
El 5 de septiembre, la chispa de la rebelión se encendió. Jóvenes impacientes y llenos de una convicción inquebrantable ocuparon la Universidad de Chile y el edificio del Seguro Obrero, emblema de la protección social y la esperanza de un futuro más justo. La noticia corrió como pólvora, pero la llama de la insurrección se apagó tan rápido como se había encendido. El plan, mal organizado y carente del apoyo militar que esperaban, se desmoronó. Los militares, leales al gobierno, no dudaron en acatar las órdenes del presidente Arturo Alessandri. La policía, con la fuerza de la ley de su lado, rodeó a los jóvenes rebeldes.
Atrapados en el edificio del Seguro Obrero, sin escapatoria posible, los jóvenes se vieron obligados a tomar una decisión desesperada: la rendición. Con la esperanza de una mínima clemencia, depusieron las armas, confiando en que la justicia prevalecería.
Pero la historia, a veces, toma rumbos inesperados y crueles. La orden del presidente Alessandri resonó con la frialdad de un golpe seco: «Que no quede nadie». En ese instante, el destino de los jóvenes del Seguro Obrero quedó sellado. La policía, convertida en instrumento de una furia desatada, irrumpió en el edificio. No hubo juicio, no hubo compasión. Los jóvenes, desarmados y rendidos, fueron abatidos sin piedad.
La sangre manchó los pasillos y las escaleras del Seguro Obrero, un lugar que hasta entonces había albergado sueños de justicia. Los gritos de terror se apagaron bajo el sonido de las balas, dejando un silencio sepulcral que heló la sangre de la nación. La noticia de la masacre se extendió como una sombra oscura, tiñendo de horror y dolor a todo Chile.
La Matanza del Seguro Obrero, un acto de barbarie que marcó a fuego la historia de Chile, puso al descubierto la fragilidad de la democracia y el peligro de la intolerancia. Un recordatorio brutal de que la violencia, sin importar su origen o justificación, siempre deja tras de sí una estela de dolor y destrucción.
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